miércoles, 13 de noviembre de 2013













Aquella noche silenciosa y fría
en la que poco a poco te me fuiste,
dejando mi alma para siempre triste,
¡oh dulce y santa madrecita mía!
Aquella noche inmensamente larga,
para tu angustia y para mi quebranto,
noche de penas, de dolor, de llanto,
aquella noche sin igual, amarga.

Cuando tu cuerpo todavía pugnaba
 por conservar calor, aliento y vida,
 y el alma, reteniendo la partida,
 a tus amantes ojos asomaba.

Cuando tu labio quedo, muy quedito,
 me dijo adiós con prolongado beso,
 y se rindió tu cuerpo bajo el peso
irresistible del dolor, marchito.

Cuando solo quedo de lo que fueras
yerto tu cuerpo y húmedos tus ojos,
y yo te contemple puesto de hinojos
 a la luz parpadeante de las ceras.

Entonces… entonces comprendí cuanto valías.
 Entonces estime cuanto me amabas
 porque ya nunca más me cuidarías

No sé como mi cerebro enfebrecido
 la luz de la razón ha conservado
 y aun recuerda vivísimo el pasado
 venciendo las tinieblas del olvido.

Y es que tú, fervorosa, con el alma
 pediste a Dios en el postrer instante
 que su piedad, como su amor, constante
 me diera luz, resignación y calma.

Por eso yo nunca olvido tu cariño
como jamás olvido tu concejo,
 que si no supe comprender de niño
 estoy sabiendo aquilatar de viejo.

Por eso, al evocar la noche fría en la
que poco a poco te me fuiste,
 siento tu mano, entre mis manos,
 fría y en mis labios palpita todavía
 el prolongado beso que me diste,
 ¡oh, dulce y santa madrecita mía!


ANÓNIMO.